Plaza Once. Tres mujeres con polleras y camisas blancas de manga corta, un anciano seco y raquítico y una nena de unos diez años cantan alguna cosa que yo, desde mi colectivo en el que muero de calor, no puedo escuchar. Es una canción religiosa, lo sé. Cantan de pie, formando un círculo y una de la mujeres agita una pandereta de juguete. Me fijo sobre todo en la nena, atento a su inútil esfuerzo no por parecer entusiasmada, sino por estarlo verdaderamente. Debe ser difícil rodeada de ese grupo de almas que tratan de arañar algunas gotas de la teta empobrecida de Dios, rodeadas a su vez por un flujo de perfecta indiferencia. Solo la leche amarga de las ciudades fluye copiosamente. Me estremece esa batalla desigual contra la adorable indolencia, a la que este escuálido círculo se rehusa a adorar. Trato de imaginar el futuro de la criatura, sometida a creer cientos de cosas entre las que Dios no será acaso la más agobiante ni la más absurda. Arranca el colectivo, pero el calor sigue siendo asesino.
lunes, noviembre 29, 2004
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2 comentarios:
son un grupo religioso, me han dicho.
Iba a decir que no puedo entender la fe, pero me di cuenta de que el no entender es el agua de pecera de la fe. No voy a caer en la trampa. Prefiero el ingenuo entusiasmo de la nena a la ceguera escogida por los posesos. Y me aventuro: no veo en los cantores religiosos de las plazas otro fin que no sea la publicidad de un comercio.
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