De la historia sólo sé como termina y jamás pregunté por el principio. Podría con un poco de esfuerzo inventar algo o tal vez combinar lo que escuché con algún otro relato conocido, como cuando apretó una bala en un yunque y le dio un tremendo martillazo, pero después de todo tampoco puedo ya saber si esa historia es verdadera o fue algo que inventó aquella vez que le pregunté por esa cicatriz que tenía sobre su ceja. Tampoco sé qué edad tendría él entonces, pero imagino que el ceño viril de la infancia empezaba a ceder al asedio de perplejidades novedosas que la chacra modesta, con su imperceptible molicie de sol y de silencio, no alcanzaba a conjurar. No sé porqué siempre he pensado que fue a la siesta, a pesar de que el “demonio del mediodía” apadrina mejor la indolencia que la abrupta rebeldía, demasiado dramática para la hora de las sombras cortas. Lo veo buscando apurado sus pocas pertenencias por el rancho e improvisando un atado de linyera ante la callada mirada de su padre. La discusión, si la hubo, fue sin dudas breve. Después, sin mirar atrás, como se hacen esas cosas, la furia y el temor pesando por igual en el atado, se largó a campo traviesa. El trigal ni se movía bajo el calor aplastante, apenas se oía el tímido arañazo de las espigas contra los pantalones recios y el crujido de su paso largo “picoté par les blés” -como diría otro gran caminador-, pero más airado que feliz.
Es posible que fueran justamente sus pies los primeros en advertirlo. Un mínimo temblor a contramano de la quietud de la tierra desmayada. Después el sonido inconfundible de los cascos contra el suelo. Inútil correr, pero tal vez lo hizo. El primer lonjazo le cruzó la espalda. Trató de protegerse la cabeza mientras el caballo giraba a su alrededor y los furiosos golpes del rebenque se descargaban como rayos desde el cielo. Al fin, la mano del padre lo alzó de los pantalones y lo soltó sobre el lomo reluciente, cruzado boca abajo. El caballo volvió al paso. Su grupa transpirada camufló piadosamente un par de austeras lágrimas de rabia.
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miércoles, octubre 03, 2007
lunes, septiembre 17, 2007
Aitite
"A ver, hijo, traé el cortafierros ese" me dijo, mientras señalaba con su mano gigantesca una estaca medio oxidada de más de medio metro de largo. Él, a su vez, cargó el hacha de mango largo y se fue para el fondo del patio. La tarde era limpia y calurosa. Yo lo seguí con el sólido hierro entre las manos transpiradas. Se lo di. Él lo apuntó contra el césped amarillento y lo hundió un poco en la tierra. "Correte" me dijo. Y empezó a golpear el cortafierros con la cabeza del hacha. No sé cuántos golpes necesitó para hundirlo casi por completo, pero no fueron muchos. Apenas se asomaba un cabo. Él se apoyó con las dos manos en el hacha y me miró. Yo le devolví la mirada, en silencio. "Esto es para que llueva" me dijo al fin. "Le clavé la estaca en el culo al diablo y hasta que no haga llover no se la saco".
jueves, agosto 30, 2007
Inventario
O, wie lange bist, Elis, du verstorben.
(Georg Trakl)
El sol sobre la huella de un camino de tierra poco después del amanecer. La bruma, el tenue velo de rocío que se evapora y destapa los potreros verdes. El polvo volando en el espejo retrovisor. El cuis fugaz y el círculo enemigo del chimango. Una tranquera que abrí y cerré y que ya no existe. Un zaino lucero que se llamaba Garufa. Mi reino en las higueras, un nogal y las manos infinitas del hombre.
Todo eso me pertenece para siempre.
(Georg Trakl)
El sol sobre la huella de un camino de tierra poco después del amanecer. La bruma, el tenue velo de rocío que se evapora y destapa los potreros verdes. El polvo volando en el espejo retrovisor. El cuis fugaz y el círculo enemigo del chimango. Una tranquera que abrí y cerré y que ya no existe. Un zaino lucero que se llamaba Garufa. Mi reino en las higueras, un nogal y las manos infinitas del hombre.
Todo eso me pertenece para siempre.
lunes, julio 23, 2007
Lo real
Cualquier lector de Balzac sabe, aun si no ha tenido la experiencia de lo real, que la pensión es el refugio de los desclasados. Durante un tiempo viví en una que tenía por nombre el apellido del español pequeño y desconfiado que la regenteaba. Yo la llamaba la pensión Wakefield, no porque su nombre verdadero fuera menos literario, sino porque quedaba a la vuelta de la que acababa de dejar se ser mi casa. Quebrado como estaba, me acomodé rápidamente al catálogo de calamidades y miserias que adornaban el lugar. Me tocó una pequeña habitación que alguna vez había sido amarillenta. A mi izquierda vivía un viejo tuerto que lucía una camiseta sin mangas, inamovible como su ojo de vidrio. Dos ocupaciones monopolizaban su celo: pulsar azarosamente las cuerdas de una guitarra y mirar “Chiquititas” a todo volumen entre las rayas de un televisor en blanco y negro. El hombre no sabía tocar el instrumento y tampoco se molestaba en aprender, ni siquiera en afinarlo. Simplemente rasguñaba las cuerdas durante horas al dictado de su capricho.
A mi derecha vivía una familia de enanos integrada por un padre y su hija. Ella opinaba que un hombre que pasa más de un mes sin coger es, sencilla y necesariamante, homosexual. Posiblemente fue pura casualidad que me diera a conocer esa opinión al mes de mi llegada a la pensión. He sido siempre deficiente en eso de interpretar gestos, señas, ultimátums.
Una tarde de sol subí a la terraza a lavar un jean en el laundry de la pensión: dos piletones con tabla de madera y un pan de jabón blanco. Mientras enjuagaba la prenda subió una espléndida rubia en bikini rosa y se tiró a tomar sol. Pronto empezamos una conversación: “¿Vos a qué te dedicás?” arrancó ella. “Yo doy clases” contesté “¿Y vos...?” “Yo hago la calle”. Yo hasta entonces pensaba que esos diálogos sólo podían ocurrir en un película barata. Pero no. También se dan en lo real o, al menos, en las pensiones.
A mi derecha vivía una familia de enanos integrada por un padre y su hija. Ella opinaba que un hombre que pasa más de un mes sin coger es, sencilla y necesariamante, homosexual. Posiblemente fue pura casualidad que me diera a conocer esa opinión al mes de mi llegada a la pensión. He sido siempre deficiente en eso de interpretar gestos, señas, ultimátums.
Una tarde de sol subí a la terraza a lavar un jean en el laundry de la pensión: dos piletones con tabla de madera y un pan de jabón blanco. Mientras enjuagaba la prenda subió una espléndida rubia en bikini rosa y se tiró a tomar sol. Pronto empezamos una conversación: “¿Vos a qué te dedicás?” arrancó ella. “Yo doy clases” contesté “¿Y vos...?” “Yo hago la calle”. Yo hasta entonces pensaba que esos diálogos sólo podían ocurrir en un película barata. Pero no. También se dan en lo real o, al menos, en las pensiones.
jueves, mayo 24, 2007
STB, la leyenda
Nunca sabré bien en qué bar o pizzería nació la Santana Tinto Brass. Bebedor consuetudinario y nómade, no podré nunca recordar adónde fue. Tal vez mis amigos y co-fundadores puedan ayudarme. Lo que sí recuerdo, acaso por deformación profesional, es que todo surgió de un juego de palabras que puso en contacto distintas "series" de la cultura, por decirlo grandilocuentemente. Bien pudo haber sido así: uno mencionó su gusto por Carlos Santana, otró agregó insidiosamente: "Santa Ana tinto" y un tercero remató: "Tinto Brass". La música, la enología (los malintencionados dirán la dipsomanía) y el cine equis-equis fueron entonces los espíritus tutelares de nuestra efímera banda, cultora de una música digna del músico mexicano, pero interpretada con la calidad del Santa Ana tinto y arreglada con el dudoso gusto de los films del director italiano Tinto Brass. Finalmente, lo de "Brass" agregaba una nota de ironía, porque nuestra formación carecía de la sección de bronces que aquel sustantivo promete. Nuestra formación fue variando. Originalmente éramos un cuarteto: el Capitán M, el Trompo Promiscuo, D. y yo. Nuestra primera etapa fue muy tecnológica. No ensayábamos, casi no tocábamos. Simplemente grabábamos, guiados por el fino oído y el enorme sentido de productor del Capitán. Nuestro primer hit fue una versión punk de "Il cuore è uno zingaro" de Nicola Di Bari. Después de aquello, el primero que tuvo la sensatez de ir bajándose de a poco fue D. Convertidos en trío, cambiamos también hacia un formato más acústico: el capitán M. en violoncello, el Trompo Promiscuo en acordeón a piano y yo en guitarra y voz (ay, dios). Para entonces ya no grabábamos, simplemente ensayábamos. "Noche de ronda" de Agustín Lara, "Tonight" de David Bowie, "Malandragem" de Cazuza fueron algunos de nuestros caballitos de batalla que sonaban en aquel ph del Once que yo compartía con V. (la chica que me tomaba el Jack Daniels en mi ausencia). Tampoco quisiera olvidar nuestra bellísima versión bossa de la suicida "Gloomy sunday", tema que sin dudas merece un post aparte. Durante un tiempo tuvimos una cantante, muy educadita y muy prolija. Pero no duró. También probamos un percusionista, pero se cansaba (juro que no es un chiste). De a poco nos fuimos terminando de deshilachar. Las piadosas prisas de la vida moderna atentan contra nuestras veleidades. El capitán M. nos abandonó para irse a tocar música evangelista y dar clases de electrónica y el acordeón a piano del Trompo empezó a juntar telarañas, lo mismo que mis guitarras, pobrecitas. Se ha dicho muchas veces: todo lo bello debe morir. Quedará sólo el recuerdo en aquellos pocos privilegiados que azarosamente presenciaron nuestros ensayos. Pero quién sabe, acaso el espíritu de la Santana Tinto Brass Band todavía esté rondando por ahí y quién te dice, cualquier día de estos nos da la sorpresa y se nos vuelve a aparecer. Brindo por eso, queridos amigos.
miércoles, marzo 28, 2007
¿Qué se fizo el buen Julián?¿Qué fue de tanto galán?
Vaya esta redondilla en homenaje a un caballero argentino, por si algún día le da por googlearse. ¡Salud!
¿Qué será de Julián Ponce,
el jabalí del oeste?
¿Aún montará en hembra hueste
En algún telo del Once?
¿Qué será de Julián Ponce,
el jabalí del oeste?
¿Aún montará en hembra hueste
En algún telo del Once?
martes, marzo 13, 2007
Mi planta de palta, aguacate o avocado.

No debe haber en el mundo semilla más tentadora para sembrar que la de la palta, aguacate o avocado. Ese carozo enorme, esférico y contundente ejerce una fuerza que acaso no es otra cosa que sensualidad, la fuerza por la que la vida se abre camino, a pesar de todo lo que se le opone, empezando por las dificultades de la riesgosa estrategia de la reproducción sexuada. Cada vez que abro una palta extraigo con mucho cuidado la semilla y palpo con los dedos durante unos instantes su fecunda redondez y jamás la tiro a la basura sin una vaga sensación de duelo.
Descubrí la palta, aguacate o avocado, cuando tenía alrededor de diez años en la cocina de mi casa. Todavía no había explotado la revolución gastronómica que rige hoy nuestros paladares (Y mucho menos en el campo). Supongo que hoy en día hasta el gaucho más infeliz ya conoce los secretos del guacamole y ha frecuentado más de un restaurante mexicano. Para mí fue una novedad y mi sorpresa fue mayor cuando pude ver la semilla. Poco rato después estaba en el patio haciendo un pozo desmesurado para enterrarla. Era tan profundo que creo que fue un milagro que brotara, pero mi lógica no era del todo torpe: si la semilla era enorme, el pozo debía serlo también. Por un tiempo me olvidé del asunto, hasta que mi tía abuela Lily descubrió la planta mientras limpiaba los canteros de malezas. “Eso no es un yuyo” me dijo. “No –dije yo- esa es mi palta”. En pocos años el falso yuyo se convirtió en un árbol altísimo y dio muchísimas paltas, aguacates o avocados. Yo a cambio lo regaba, vigilaba los bichos, y cortaba los frutos que se ennegrecían antes de crecer y madurar. Una tarde descubrí una de estas paltas pequeñas y negras en una rama baja. En el momento que estiré mi mano para arrancarla me pareció que se había movido. Incrédulo, me acerqué a mirarla más de cerca. Entonces, lo que yo creía una palta pequeña y reseca desplegó sus alas negras y salió volando. Era un murciélago que había tomado mi árbol para dormir. Su susto debió ser mayor que el mío porque nunca lo volví a ver. Hace ya muchos años que aquella casa se vendió. La compró un vecino, fabricante de pastas, como le père Goriot. Yo no lamenté dejar atrás la habitación de mi infancia, pero sí mi palta, aguacate o avocado. Y si bien nunca lo averigüé, yo sé, en el fondo de mi corazón, que a mi querido árbol me lo acostaron de un hachazo.
lunes, septiembre 18, 2006
Tíos abuelos V: Tío Marto, el suicida
(Dedicado a O., amigo y santo bebedor, que mientras escribo esto espera un trasplante de la víscera sagrada.)
Al tío Marto no lo conocí, porque en rigor el tío Marto no era tío abuelo mío, sino de mi madre (era, en todo caso, mi tío bisabuelo, si se admite esa improbable categoría). Su madre, Felipa Maya (mi tatarabuela), había venido a la Argentina solita a los 13 años desde el país vasco. Según me contaron, era una mujer bravísima. Tengo en mi escritorio una foto suya, ya anciana. Se la ve con las canas peinadas tirantes hacia atrás y unos enormes anteojos redondos. Pero nada de eso logra disolver ni disimular cierta ferocidad en su mirada.
Felipa crió con severidad a sus dos hijos: Juan (mi bisabuelo) y Marto (¿Es necesario que aclare que realmente se llamaba así y que no era un sobrenombre?). Ya desde ese espléndido nombre la historia de este tío fue siempre para mí la más atractiva de todas las historias familiares, y me atrevo a decir que a pesar de no haberlo conocido es acaso el personaje de mi familia que más me seduce. Tal vez esto es así simplemente por el hecho de que tío Marto era borracho. Como dice Cortázar a propósito de Keats, “uno tiende siempre a hablar con excesivo cariño de los miembros de su club”. Nunca sabré si tío Marto era alcohólico (como me dicen) o borracho por decisión moral (como me gustaría creer), pero en cualquier caso era un verdadero bebedor. Cuentan que cuando iba a saludar a la temible Felipa, se acercaba a besarla y se tapaba la boca con el poncho justo en el momento en que soltaba su “¿Qué dice, madre?”, para que la vieja no le sintiera el olor a alcohol. Tengo desde chico esa imagen en la cabeza como si la hubiera visto, pero no la vi, sólo escuché la historia varias veces.
Pero afirmarse en un vaso para soportar el mundo no es gratis –lo sabemos-, a cierta edad la máquina te pasa la factura y el tío Marto no fue la excepción: empezó a ver cosas moverse por las paredes de su habitación y treparle por las piernas. El diagnóstico fue inequívoco: delirium tremens. A partir de entonces el cuerpo de tío Marto ya no pudo salirse de la telaraña de la ciencia médica. Al poco tiempo le detectaron problemas cardíacos. Tenía el corazón demasiado grande y le dolía. En el tremendo delirio del mundo el corazón gigante y agitado de licores del tío Marto paría bestias horrendas que se cebaban en él. Y al tío Marto le dolía. Le dolía tanto su enorme bomba preñada de monstruos que una tarde se encañonó el pecho y se metió un balazo en pleno corazón. Lo aprendimos de chicos: el fuego es el justo destino de las cosas sagradas.
Al tío Marto no lo conocí, porque en rigor el tío Marto no era tío abuelo mío, sino de mi madre (era, en todo caso, mi tío bisabuelo, si se admite esa improbable categoría). Su madre, Felipa Maya (mi tatarabuela), había venido a la Argentina solita a los 13 años desde el país vasco. Según me contaron, era una mujer bravísima. Tengo en mi escritorio una foto suya, ya anciana. Se la ve con las canas peinadas tirantes hacia atrás y unos enormes anteojos redondos. Pero nada de eso logra disolver ni disimular cierta ferocidad en su mirada.
Felipa crió con severidad a sus dos hijos: Juan (mi bisabuelo) y Marto (¿Es necesario que aclare que realmente se llamaba así y que no era un sobrenombre?). Ya desde ese espléndido nombre la historia de este tío fue siempre para mí la más atractiva de todas las historias familiares, y me atrevo a decir que a pesar de no haberlo conocido es acaso el personaje de mi familia que más me seduce. Tal vez esto es así simplemente por el hecho de que tío Marto era borracho. Como dice Cortázar a propósito de Keats, “uno tiende siempre a hablar con excesivo cariño de los miembros de su club”. Nunca sabré si tío Marto era alcohólico (como me dicen) o borracho por decisión moral (como me gustaría creer), pero en cualquier caso era un verdadero bebedor. Cuentan que cuando iba a saludar a la temible Felipa, se acercaba a besarla y se tapaba la boca con el poncho justo en el momento en que soltaba su “¿Qué dice, madre?”, para que la vieja no le sintiera el olor a alcohol. Tengo desde chico esa imagen en la cabeza como si la hubiera visto, pero no la vi, sólo escuché la historia varias veces.
Pero afirmarse en un vaso para soportar el mundo no es gratis –lo sabemos-, a cierta edad la máquina te pasa la factura y el tío Marto no fue la excepción: empezó a ver cosas moverse por las paredes de su habitación y treparle por las piernas. El diagnóstico fue inequívoco: delirium tremens. A partir de entonces el cuerpo de tío Marto ya no pudo salirse de la telaraña de la ciencia médica. Al poco tiempo le detectaron problemas cardíacos. Tenía el corazón demasiado grande y le dolía. En el tremendo delirio del mundo el corazón gigante y agitado de licores del tío Marto paría bestias horrendas que se cebaban en él. Y al tío Marto le dolía. Le dolía tanto su enorme bomba preñada de monstruos que una tarde se encañonó el pecho y se metió un balazo en pleno corazón. Lo aprendimos de chicos: el fuego es el justo destino de las cosas sagradas.
viernes, septiembre 08, 2006
Tíos abuelos IV: Tía Lily
Tía Lily se adueñó de mí desde pequeño. Ningún pariente me dedicó jamás tantas atenciones. No se había casado y eso, en un pueblo, es una condena que, en su caso, consistió en vivir toda su vida adulta en la casa de su hermano y su cuñada (mis abuelos). Para mí eso era algo perfectamente normal. De chicos no siempre distinguimos los fragmentos de infierno que les tocan a los grandes. Algunas de las ocupaciones de Lily en aquella casa eran los dulces, la costura y el tejido. Ahora mismo, mientras escribo esto, tengo puesto un pullover azul que me tejió hace años y que del lado de adentro lleva prendida con un alfiler de gancho una medallita de la virgen. Lily era creyente y supersticiosa (si es que hay diferencia entre ambas cosas): otra de sus especialidades era curar el empacho con un cinturón de tela mientras murmuraba unas palabras que jamás pude escuchar claramente, pese a haber sido su paciente decenas de veces. Mis primos y yo adorábamos revolver los cajones de su habitación en busca de tesoros como collares de perlas y aromáticos pañuelos con los que nos disfrazábamos. El color favorito de tía Lily era el violeta, no sé porqué ese detalle siempre me resultó extraño. Pero lo que a mí más me gustaba era revolver el cajón de su mesita de luz en busca de estampitas con imágenes de santos y santas con la infaltable hagiografía en el reverso. Me divertían la relación de milagros y tormentos y las oraciones apropiadas para interpelar al santo y pedirle cosas.
Una noche, durante una reunión familiar, mis primos y yo, aburridos de la sobremesa, nos metimos en la habitación de Lily para realizar nuestra distracción favorita. Cada uno se abocó a un mueble. Yo elegí una cómoda que tenía unos cajones pesadísimos. Me tiré al suelo y empecé por el de más abajo. Lo abrí, levanté unas telas y ahí lo vi: un espléndido revólver plateado de cachas nacaradas. Excitado por mi descubrimiento llamé a todos y levanté mi juguete. Lo noté extrañamente pesado. Cuando se acercó mi primo el mayor le apunté y quise tirar del gatillo. Lo noté extrañamente duro. Mi primo dijo: “Me parece que ese es un revólver de verdad” “No, cómo va a ser de verdad” dije yo, que pensaba que las armas de verdad debían ser negras. No hubo tiempo para más: la mano de algún adulto alertado por mi prima me quitó el revólver de las manos. Supe después que era un 38 largo que mi tía había querido guardar cuando mi abuelo había enterrado las armas en el patio en los comienzos del 76.
Tía Lily sobrevivió a todos los mayores de la casa. Con ella aprendí el género de la hagiografía. Esta es la suya.
Una noche, durante una reunión familiar, mis primos y yo, aburridos de la sobremesa, nos metimos en la habitación de Lily para realizar nuestra distracción favorita. Cada uno se abocó a un mueble. Yo elegí una cómoda que tenía unos cajones pesadísimos. Me tiré al suelo y empecé por el de más abajo. Lo abrí, levanté unas telas y ahí lo vi: un espléndido revólver plateado de cachas nacaradas. Excitado por mi descubrimiento llamé a todos y levanté mi juguete. Lo noté extrañamente pesado. Cuando se acercó mi primo el mayor le apunté y quise tirar del gatillo. Lo noté extrañamente duro. Mi primo dijo: “Me parece que ese es un revólver de verdad” “No, cómo va a ser de verdad” dije yo, que pensaba que las armas de verdad debían ser negras. No hubo tiempo para más: la mano de algún adulto alertado por mi prima me quitó el revólver de las manos. Supe después que era un 38 largo que mi tía había querido guardar cuando mi abuelo había enterrado las armas en el patio en los comienzos del 76.
Tía Lily sobrevivió a todos los mayores de la casa. Con ella aprendí el género de la hagiografía. Esta es la suya.
martes, septiembre 05, 2006
Tíos abuelos III: Mi tío el Negro y su perro Sócrates
Mi tío el Negro era bioquímico y eso era suficiente para convertirlo en el intelectual de la familia. Mientras su hermano (mi abuelo) andaba a los tiros con los conservadores él se dedicaba a estudiar la sangre desde un punto de vista más teórico y menos peligroso. Una vez hasta lo escuché hablar sobre Renan, el biógrafo de Jesús, pero como yo era muy chico, nunca llegué a saber qué tan profundos o vastos eran sus conocimientos. Mi tío abuelo era uno de esos venerables profesionales de pueblo, un doctor de poncho, if you know what I mean. De joven había pagado el aborto de una noviecita para descubrir años después, ya casado, que era completamente estéril. La paternidad es una cuestión de fe, dicen. Era un hombre agradable, pese a que una vez me extrajo una muestra de sangre cortándome la yema del pulgar con el golpe seco de una hoja de afeitar y eso, claro, no fue nada agradable. De grande se enfermó de depresión. Cuando mi padre lo llevó a Buenos Aires para ver a un psiquiatra, abrió la puerta del coche en plena ruta y se hubiera arrojado al asfalto si no lo hubieran sujetado a tiempo. En los comienzos de la enfermedad se había comprado un hermosísimo setter irlandés al que llamó Sócrates. El Negro no dejaba de hablar de lo listo que era su perro. Los fines de semana mi tío y su mujer se iban al campo con el animal. Una forma de vida envidiable, sin dudas. Pero la tristeza pudo más (parece que siempre puede) y mi tío abuelo el Negro murió.
Unos días después del entierro, la viuda estaba sentada en el sillón grande del living mirando el noticiero de la tarde y el setter estaba ovillado a su lado. De pronto el perro hizo un gemido. La mujer lo miró y le preguntó: “¿Lo extrañás al Negro, Sócrates?”. Al escuchar el nombre se su amo el perro alzó la vista y comenzó a llorar. Lloró y lloró hasta ahogarse. Cuando llegó el veterinario ya no había nada que hacer. Sócrates murió de pena esa misma noche.
Unos días después del entierro, la viuda estaba sentada en el sillón grande del living mirando el noticiero de la tarde y el setter estaba ovillado a su lado. De pronto el perro hizo un gemido. La mujer lo miró y le preguntó: “¿Lo extrañás al Negro, Sócrates?”. Al escuchar el nombre se su amo el perro alzó la vista y comenzó a llorar. Lloró y lloró hasta ahogarse. Cuando llegó el veterinario ya no había nada que hacer. Sócrates murió de pena esa misma noche.
viernes, septiembre 01, 2006
Tíos abuelos II: Tía Rosa, la espiritista.
Tía Rosa era espiritista. Sin embargo, yo no me la imagino guiando una sesión como la que cuenta Pirandello en Il fu Mattia Pascal, porque me resisto siquiera a considerar que la tía empleara alguna clase de truco. Tía Rosa creía con una fe abigarrada.
Su vida fue larga, y contrariamente a lo que se podría esperar, el prolongado comercio con los espíritus no le dio serenidad frente a la muerte, sino un temor casi morboso. Prolongado fue también su final, asistida en su enfermedad por su hija M. a la que tiranizaba como sólo pueden hacerlo los enfermos. Postrada, no le faltaba voz para gritar sus órdenes y se enfurecía si no se cumplían al instante y al detalle. En rigor, la amorosa diligencia de M. parecía irritar más a tía Rosa, que se afanaba en traducir los tormentos de la enfermedad y la vejez para que la hija sana y joven los sufriera a su vez.
Esta curiosa forma de la com-pasión no cedió ni en los instantes finales: tía Rosa le gritó a M. que se acercara a la cama y, cuando esta estuvo cerca de la moribunda, una garra le aferró el antebrazo y la voz rabiosa de Tía Rosa gritó su última orden : “¡Vos tenés que venir conmigo!¡Vos tenés que venir conmigo!”.
Horas después, cuando el velatorio estaba terminando y sólo quedaban los parientes más cercanos, M. todavía temblaba.
Su vida fue larga, y contrariamente a lo que se podría esperar, el prolongado comercio con los espíritus no le dio serenidad frente a la muerte, sino un temor casi morboso. Prolongado fue también su final, asistida en su enfermedad por su hija M. a la que tiranizaba como sólo pueden hacerlo los enfermos. Postrada, no le faltaba voz para gritar sus órdenes y se enfurecía si no se cumplían al instante y al detalle. En rigor, la amorosa diligencia de M. parecía irritar más a tía Rosa, que se afanaba en traducir los tormentos de la enfermedad y la vejez para que la hija sana y joven los sufriera a su vez.
Esta curiosa forma de la com-pasión no cedió ni en los instantes finales: tía Rosa le gritó a M. que se acercara a la cama y, cuando esta estuvo cerca de la moribunda, una garra le aferró el antebrazo y la voz rabiosa de Tía Rosa gritó su última orden : “¡Vos tenés que venir conmigo!¡Vos tenés que venir conmigo!”.
Horas después, cuando el velatorio estaba terminando y sólo quedaban los parientes más cercanos, M. todavía temblaba.
martes, agosto 29, 2006
Tíos abuelos I: Guille, el anarquista.
Mi tío abuelo Guille era anarquista de los de verdad. En plena gloria peronista fue preso por participar de una gran huelga de los ferroviarios. Había llegado de muy joven desde las Baleares. Hace unos años tuve la suerte de visitar el pequeño puerto en el que se embarcó y lo primero que pensé cuando estuve allí fue que el hambre debió ser mucha para abandonar un lugar tan hermoso. Por supuesto Guille nunca se casó, aunque no era feo, porque como anarquista consecuente, desconfiaba de todas las instituciones, incluyendo el matrimonio y (hay que decirlo) la higiene. Su lema era: “Me baño una vez al año, lo necesite o no”. Un ecologista avant la lettre, mi tío, aunque no faltará el malintencionado que quiera ver en esta férrea convicción suya la causa de su prolongado celibato. Pero lo más impresionante era su desconfianza frente a la institución médica (hoy habría que decir la “industria”). Detestaba a los médicos y jamás pisó un hospital. Por eso, ya de viejo, cuando la familia lo obligó a aceptar una visita del doctor y éste dictaminó que era necesario realizarle una pequeñísima operación que no implicaba el menor riesgo, Guille se murió. De susto, dirán algunos. Yo digo que se murió para no dar el brazo a torcer porque era un anarquista de los de verdad.
lunes, junio 05, 2006
Leiva
Leiva era rengo, manco y tuerto. Se acercaba boleando la pierna que no podía doblar, miraba fijo con su ojos azules -no estoy seguro de cuál daba más miedo, si el bueno o el de vidrio-, y con su mano izquierda se agarraba la muñeca derecha y ofrecía su mano muerta, porque un hombre no da la zurda. Cuando uno ya tenía esa carne pesada entre los dedos, Leiva fingía unos sacudones manipulando la muñeca arriba y abajo con la mano sana . Esa no era su única proeza, también trenzaba cuero -una vez me regaló un rebenque- y tocaba el acordeón, o fingía que lo tocaba. Cómo se había hecho sus heridas nunca llegué a saberlo. Leiva era correntino, y acaso hubiera recibido sus medallas de tullido en algún Lepanto mesopotámico. Lo primero que preguntaba era siempre esto: “¿Qué dice, Don Carlos?¿Me trajo los tubos?”. Entonces mi abuelo sacaba de la camioneta las botellas envueltas en papel y se las daba. Leiva tenía varios perros, algunos casi tan tullidos como él. Yo les tenía miedo y demoraba en abandonar la seguridad de la caja de la camioneta. No sé cómo supe ni si era cierto que cuando se emborrachaba la emprendía a rebencazos con la chancha mala y que cuando iba al pueblo, volvía siempre cruzado sobre el lomo del caballo, que por suerte, o más bien por costumbre, se sabía el camino de memoria.
Poco antes de morir, su cirrosis era tal que se ataba un hilo en los pantalones a la altura del ruedo para no regar de mierda todo el rancho.
Me impresiona saber que yo soy el único que lo recuerda.
Poco antes de morir, su cirrosis era tal que se ataba un hilo en los pantalones a la altura del ruedo para no regar de mierda todo el rancho.
Me impresiona saber que yo soy el único que lo recuerda.
miércoles, marzo 01, 2006
Lentejuelas en la oscuridad
Durante un tiempo fui seguidorista de music hall en un teatro que quedaba en un subsuelo de la avenida Corrientes. Creo que ahora funciona ahí un cabaret. Fue, por lejos, el mejor trabajo que he tenido. Llegaba un rato antes, encendía el seguidor para que fuera calentando, y me disponía a esperar el comienzo de la función mientras escuchaba la magnífica selección de canciones que servía de música de sala, es decir, la que suena mientras los espectadores ingresan al teatro.
Durante un tiempo también oficié de acomodador y con las generosas propinas que me estiraban unas manos arrugadas entre tersos visones me iba a cenar afuera después del show. Trabajaba viernes, sábados y domingos el tiempo que dura una función y cobraba mi dinero semanalmente.
El espectáculo era de transformistas que de verdad hacían su arte maravillosamente. Mi participación no era difícil, y si bien había ciertos cuadros que exigían mucha concentración de mi parte porque la función de la luz era muy importante y muy precisa, había otros que requerían poco y nada del cañón de luz (que, para ser sinceros, estaba bastante desvencijado). Era tan divertido que el tiempo se me pasaba volando.
Hay una canción de aquella época que se convirtió en una de mis favoritas para siempre. No es una canción cualquiera, no solo porque se trata de un clásico, sino porque además era la última de las canciones de la música de sala. Yo sabía que cuando terminaba esa canción tenía que hacer el apagón. Me encantaba que ese momento perfecto en que se oscurece el teatro y la gente hace silencio dependiera de mis dedos. Es como cuando un director de orquesta golpea el atril con su batuta y el aire se tensa y todos, músicos y público, se preparan para la sinfonía. Como tenía que estar atento al final de la canción -el código no era solo para mí, sino también para los artistas y para los demás técnicos-, muy pronto me la aprendí de memoria. No me costó nada, porque soy muy memorioso y porque la canción es bellísima.
Era esta:
Noche criolla (o noche de Veracruz) de Agustín Lara, en la versión de la negra Toña.
(La de Javier Solís es muy correcta, pero a la negra no hay con qué darle).
Noche tibia y callada de Veracruz,
cuento de pescadores que arrulla el mar.
Vibración de cocuyos que con su luz
bordan de lentejuela la oscuridad.
Bordan de lentejuela la oscuridad.
Noche tropical, lánguida y sensual,
noche que se desmaya sobre la arena,
mientras canta la playa su inútil pena.
Noche tropical, cielo de tisú
tienes la sombra de una mirada criolla,
noche de Veracruz, noche de Veracruz.
PS: Recuerdo que con M. siempre no reíamos porque cantábamos “Gorda de lentejuelas”...
Durante un tiempo también oficié de acomodador y con las generosas propinas que me estiraban unas manos arrugadas entre tersos visones me iba a cenar afuera después del show. Trabajaba viernes, sábados y domingos el tiempo que dura una función y cobraba mi dinero semanalmente.
El espectáculo era de transformistas que de verdad hacían su arte maravillosamente. Mi participación no era difícil, y si bien había ciertos cuadros que exigían mucha concentración de mi parte porque la función de la luz era muy importante y muy precisa, había otros que requerían poco y nada del cañón de luz (que, para ser sinceros, estaba bastante desvencijado). Era tan divertido que el tiempo se me pasaba volando.
Hay una canción de aquella época que se convirtió en una de mis favoritas para siempre. No es una canción cualquiera, no solo porque se trata de un clásico, sino porque además era la última de las canciones de la música de sala. Yo sabía que cuando terminaba esa canción tenía que hacer el apagón. Me encantaba que ese momento perfecto en que se oscurece el teatro y la gente hace silencio dependiera de mis dedos. Es como cuando un director de orquesta golpea el atril con su batuta y el aire se tensa y todos, músicos y público, se preparan para la sinfonía. Como tenía que estar atento al final de la canción -el código no era solo para mí, sino también para los artistas y para los demás técnicos-, muy pronto me la aprendí de memoria. No me costó nada, porque soy muy memorioso y porque la canción es bellísima.
Era esta:
Noche criolla (o noche de Veracruz) de Agustín Lara, en la versión de la negra Toña.
(La de Javier Solís es muy correcta, pero a la negra no hay con qué darle).
Noche tibia y callada de Veracruz,
cuento de pescadores que arrulla el mar.
Vibración de cocuyos que con su luz
bordan de lentejuela la oscuridad.
Bordan de lentejuela la oscuridad.
Noche tropical, lánguida y sensual,
noche que se desmaya sobre la arena,
mientras canta la playa su inútil pena.
Noche tropical, cielo de tisú
tienes la sombra de una mirada criolla,
noche de Veracruz, noche de Veracruz.
PS: Recuerdo que con M. siempre no reíamos porque cantábamos “Gorda de lentejuelas”...
miércoles, febrero 22, 2006
Historia de P.
P. era antipática y eso me gustaba. Era alta, delgadísima y muy blanca, con el gesto despectivo siempre amenazante detrás de sus ojos negros. Usaba lentes y fumaba mucho, dos cosas que siempre me dieron miedo en una mujer. Y sabía beber. Una noche (la única que estuvimos a solas) nos sentamos frente a frente en mi casa con una botella de Jack Daniels en el medio y me sostuvo el duelo de los vasos así como sostenía la mirada, solo que sin hielo. Apenas un color debajo de los pómulos. Me impresionó, pero lo cierto es que yo ya me había encaprichado con ella mucho antes. Aparentemente solo salía con perdedores, por lo que yo estaba seguro de tener una chance. Sin embargo Manantial y el Jabalí decían que ella me tenía miedo. Yo nunca lo creí, aunque es verdad que la noche del whisky salió huyendo. Tal vez debí quedarme ahí y no salir detrás de ella, porque terminé enredado en otras escaramuzas que nada tenían que ver con P. y sí con la calle y la embriaguez. Casi no volvimos a cruzar palabra. Supe poco después que no hablaba bien de mí en público, pero nunca me enojé por eso. Mi gratitud hacia las mujeres me previene de tales molestias.
Todo aquello fue en el siglo pasado y aunque suene poco creíble, me había olvidado por completo de ella. Acabo de verla en la calle. Simulé que iba a cruzar, no tanto para no saludarla como para poder observarla tranquilo. Está más gorda. La vi correr como una señora mientras cruzaba Rodriguez Peña.
Todo aquello fue en el siglo pasado y aunque suene poco creíble, me había olvidado por completo de ella. Acabo de verla en la calle. Simulé que iba a cruzar, no tanto para no saludarla como para poder observarla tranquilo. Está más gorda. La vi correr como una señora mientras cruzaba Rodriguez Peña.
miércoles, diciembre 21, 2005
Could you try not aiming so much?
Desde muy chico fui buen tirador. Mi abuelo llevaba las armas en la camioneta y cargaba en la caja una heladerita de telgopor llena de porrones de cerveza que comprábamos al por mayor. Ya en la ruta, fuera del alcance de los “zorros grises”, yo me pasaba del lado del conductor y manejaba hasta el campo. Después del trabajo, que era siempre diverso, destapábamos unos porrones y, una vez vacíos, los acomodábamos sobre un tronco o sobre un cerco y preparábamos las armas, las largas y las de puño. Mi abuelo me contaba sus anécdotas de los años veinte cuando se agarraban a los tiros con los conservadores y otras cosas como aquella vez que enterró las armas en el jardín. Mientras, yo hacía estallar las botellas ambarinas una por una. Nunca me gustó matar, prefería disparar sobre objetos inanimados (aunque matar con el cuchillo y carnear un animal nunca me molestó). Siempre sospeché que el indudable rasgo aristocrático de ser zurdo representaba una ventaja para la puntería. Más tarde, esa habilidad me hizo ganar el respeto de los miserables de los que el azar quiso que dependiera mi suerte. A la hora de armar y desarmar el fusil o la nueve con los ojos vendados también estaba entre los mejores. Me tocó caminar frente a una docena de caños apuntándome y ver y escuchar los rebotes de los proyectiles levantar la tierra sobre mi cabeza. Yo solo sentía desprecio, pero las armas no dejaron de gustarme. Hace cientos de años que no empuño ninguna, sin embargo, en los días difíciles continúo reventando botellas en el interior de mi cabeza. Y si me concentro lo suficiente, la terapia funciona.
viernes, noviembre 04, 2005
Mi amigo el jabalí
El jabalí era remisero. No era atlético, ni lindo ni feo y se vestía decididamente mal. Pero yo nunca vi un tipo más exitoso con las mujeres. Era, eso sí, muy simpático y cortejaba a toda mujer que se le pusiera enfrente, linda, fea, gorda, flaca, lista, tonta, brillante, opaca, tullida, entera. Él era un verdadero obrero de la seducción: siempre se mostraba dispuesto a trabajar y paradójicamente acaso fuera eso lo que terminaba ahorrándole trabajo.
Recuerdo que una noche, parados cerca de la esquina del Parque Lezama, Brasil y Defensa, desafió: “Qué te apuesto que con la primera mina que pase termino en el telo”. Yo no le aposté nada, porque soy muy conservador y nunca apuesto si no estoy seguro de ganar, pero lo alenté a que lo intentara porque no quería perderme el espectáculo. El aburrimiento es así. El punto es que hice bien en no apostar porque hubiera perdido mis reales. El jabalí era implacable, y esa noche no fue menos. Tenía la fuerza de tres osos y era inocente y noble, debía tener el corazón del tamaño de un aparador, y acaso despertara en las mujeres una mezcla de instinto maternal y deseo animal. Siempre, en algún momento de su incesante cortejo, deslizaba el vocativo “mujer”. Todavía recuerdo el tono envolvente con el que lo pronunciaba. Apuesto a que las feromonas del jabalí debían ser como mosquitos del Amazonas o como una hiedra poderosa y narcotizante. Le sentaba muy bien esa metáfora de Borges que tanto le gusta a Manantial (tercera pata de la santa trinidad de la desesperación que solíamos ser): “Ávido como un lazo en el aire”.
No sé en qué andará el jabalí ahora, si es que vive. Ojalá que las divinidades lo protejan.
Recuerdo que una noche, parados cerca de la esquina del Parque Lezama, Brasil y Defensa, desafió: “Qué te apuesto que con la primera mina que pase termino en el telo”. Yo no le aposté nada, porque soy muy conservador y nunca apuesto si no estoy seguro de ganar, pero lo alenté a que lo intentara porque no quería perderme el espectáculo. El aburrimiento es así. El punto es que hice bien en no apostar porque hubiera perdido mis reales. El jabalí era implacable, y esa noche no fue menos. Tenía la fuerza de tres osos y era inocente y noble, debía tener el corazón del tamaño de un aparador, y acaso despertara en las mujeres una mezcla de instinto maternal y deseo animal. Siempre, en algún momento de su incesante cortejo, deslizaba el vocativo “mujer”. Todavía recuerdo el tono envolvente con el que lo pronunciaba. Apuesto a que las feromonas del jabalí debían ser como mosquitos del Amazonas o como una hiedra poderosa y narcotizante. Le sentaba muy bien esa metáfora de Borges que tanto le gusta a Manantial (tercera pata de la santa trinidad de la desesperación que solíamos ser): “Ávido como un lazo en el aire”.
No sé en qué andará el jabalí ahora, si es que vive. Ojalá que las divinidades lo protejan.
viernes, octubre 28, 2005
Nombre
Tuve un tordillo corpulento que apoyaba una mano sobre un punto debilitado del alambre y lo mantenía bajo hasta que pasaban todas las vacas de un potrero a otro con mejor pastura. Después pasaba él.
No me acuerdo como se llamaba.
¿Hay una palabra que nombre este sentimiento compuesto mitad de pena y mitad de vergüenza?
No me acuerdo como se llamaba.
¿Hay una palabra que nombre este sentimiento compuesto mitad de pena y mitad de vergüenza?

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