Tía Lily se adueñó de mí desde pequeño. Ningún pariente me dedicó jamás tantas atenciones. No se había casado y eso, en un pueblo, es una condena que, en su caso, consistió en vivir toda su vida adulta en la casa de su hermano y su cuñada (mis abuelos). Para mí eso era algo perfectamente normal. De chicos no siempre distinguimos los fragmentos de infierno que les tocan a los grandes. Algunas de las ocupaciones de Lily en aquella casa eran los dulces, la costura y el tejido. Ahora mismo, mientras escribo esto, tengo puesto un pullover azul que me tejió hace años y que del lado de adentro lleva prendida con un alfiler de gancho una medallita de la virgen. Lily era creyente y supersticiosa (si es que hay diferencia entre ambas cosas): otra de sus especialidades era curar el empacho con un cinturón de tela mientras murmuraba unas palabras que jamás pude escuchar claramente, pese a haber sido su paciente decenas de veces. Mis primos y yo adorábamos revolver los cajones de su habitación en busca de tesoros como collares de perlas y aromáticos pañuelos con los que nos disfrazábamos. El color favorito de tía Lily era el violeta, no sé porqué ese detalle siempre me resultó extraño. Pero lo que a mí más me gustaba era revolver el cajón de su mesita de luz en busca de estampitas con imágenes de santos y santas con la infaltable hagiografía en el reverso. Me divertían la relación de milagros y tormentos y las oraciones apropiadas para interpelar al santo y pedirle cosas.
Una noche, durante una reunión familiar, mis primos y yo, aburridos de la sobremesa, nos metimos en la habitación de Lily para realizar nuestra distracción favorita. Cada uno se abocó a un mueble. Yo elegí una cómoda que tenía unos cajones pesadísimos. Me tiré al suelo y empecé por el de más abajo. Lo abrí, levanté unas telas y ahí lo vi: un espléndido revólver plateado de cachas nacaradas. Excitado por mi descubrimiento llamé a todos y levanté mi juguete. Lo noté extrañamente pesado. Cuando se acercó mi primo el mayor le apunté y quise tirar del gatillo. Lo noté extrañamente duro. Mi primo dijo: “Me parece que ese es un revólver de verdad” “No, cómo va a ser de verdad” dije yo, que pensaba que las armas de verdad debían ser negras. No hubo tiempo para más: la mano de algún adulto alertado por mi prima me quitó el revólver de las manos. Supe después que era un 38 largo que mi tía había querido guardar cuando mi abuelo había enterrado las armas en el patio en los comienzos del 76.
Tía Lily sobrevivió a todos los mayores de la casa. Con ella aprendí el género de la hagiografía. Esta es la suya.
viernes, septiembre 08, 2006
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6 comentarios:
me copan las historias de tus tios abuelos. Las vengo siguiendo a fullll.
Quedan muchos capitulos?
Gracias, Uralita. Tengo pensadas dos más.
¡Cuántos tíos abuelos, vos! Es como tener abuelos múltiples, no sé si es algo bueno o algo malo.
Hola. Yo también sigo tus historias. Soy de un pueblo del interior y la verdad que me resultan muy familiares.
"De chicos no siempre distinguimos los fragmentos de infierno que les tocan a los grandes"
Que frase tan cierta.
Muy bueno todo.
Un abrazo.
Minerva: es que a principios del siglo XX no había tele. Si es bueno o es malo no lo sé. Supongo que depende de si los tíos son buenos o malos.
Ricardo: Gracias, muy amable por su comentario. Bienvenido.
Un personaje muy latinoamericano... voy a leer tus otras historias...
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