De la historia sólo sé como termina y jamás pregunté por el principio. Podría con un poco de esfuerzo inventar algo o tal vez combinar lo que escuché con algún otro relato conocido, como cuando apretó una bala en un yunque y le dio un tremendo martillazo, pero después de todo tampoco puedo ya saber si esa historia es verdadera o fue algo que inventó aquella vez que le pregunté por esa cicatriz que tenía sobre su ceja. Tampoco sé qué edad tendría él entonces, pero imagino que el ceño viril de la infancia empezaba a ceder al asedio de perplejidades novedosas que la chacra modesta, con su imperceptible molicie de sol y de silencio, no alcanzaba a conjurar. No sé porqué siempre he pensado que fue a la siesta, a pesar de que el “demonio del mediodía” apadrina mejor la indolencia que la abrupta rebeldía, demasiado dramática para la hora de las sombras cortas. Lo veo buscando apurado sus pocas pertenencias por el rancho e improvisando un atado de linyera ante la callada mirada de su padre. La discusión, si la hubo, fue sin dudas breve. Después, sin mirar atrás, como se hacen esas cosas, la furia y el temor pesando por igual en el atado, se largó a campo traviesa. El trigal ni se movía bajo el calor aplastante, apenas se oía el tímido arañazo de las espigas contra los pantalones recios y el crujido de su paso largo “picoté par les blés” -como diría otro gran caminador-, pero más airado que feliz.
Es posible que fueran justamente sus pies los primeros en advertirlo. Un mínimo temblor a contramano de la quietud de la tierra desmayada. Después el sonido inconfundible de los cascos contra el suelo. Inútil correr, pero tal vez lo hizo. El primer lonjazo le cruzó la espalda. Trató de protegerse la cabeza mientras el caballo giraba a su alrededor y los furiosos golpes del rebenque se descargaban como rayos desde el cielo. Al fin, la mano del padre lo alzó de los pantalones y lo soltó sobre el lomo reluciente, cruzado boca abajo. El caballo volvió al paso. Su grupa transpirada camufló piadosamente un par de austeras lágrimas de rabia.
miércoles, octubre 03, 2007
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3 comentarios:
Yo quiero hacer un sólo comentario. Hay veces, y son muy pocas, que ciertas frases tienen una musicalidad que me subyuga. Recuerdo (la impresión pero no el verso) alguna linea de Olga Orozco y por supuesto, Borges. "Su grupa transpirada camufló piadosamente un par de austeras lágrimas de rabia". La musicalidad, increible. A manera de gratitud le mando aquí la que creo mi oración más musical. Hablando de un gato negro que era La Muerte, digo: "Su columna vertebral se erguía en un vaivén de serpiente pacíficamente venenosa". Buena prosa, amigo.
¡Ese amor lacónico de ciertos padres!
Infernet: querido amigo, qué gusto leerte. Siempre tan generoso. Me da mucha alegría tener la oportunidad de verte tan seguido últimamente.
Jack: Sí, justamente podríamos hablar en este caso de laconismo en el sentido más amplio de la palabra. Son cosas de las que me gustaría decir que son "de antes". Pero desgraciadamente no es así.
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