Trabajo en una biblioteca. Como todo lugar abierto al público -pero acaso con cierto espectro particular-, es frecuentado por toda clase de personas. Educadas y de las otras, tímidos, curiosos, sujetos sencillos, razonables y especímenes de mente alambicada. Estoy acostumbrado a enfrentar (y a sufrir) todo el abanico. Pero lo que me pasó ayer es digno de ser contado. Un enorme anciano con unos lentes muy gruesos, sin un pelo en la cabeza y casi ninguno adonde normalmente están las cejas se me acercó bastante más de lo que la proxémica argentina admite y me pidió -con un tono de voz excesivo incluso para un bar repleto de gente- cierto libro que, según decía, yo le había dado en una visita anterior. Yo recordaba haberlo atendido, pero cómo demonios iba a recordar cuál era aquel libro. El señor quería consultar sobre un pueblo de Campania llamado Ravello y en particular sobre una visita de Wagner a ese lugar. El problema era que no había anotado ni el título ni el autor del libro. Estoy acostumbrado a esas situaciones, pero en este caso el hombre no paraba de hablarme casi gritando y se me ponía tan cerca que me resultaba imposible buscar en las estanterías con un mínimo de concentración. Él insistía en que se trataba de un diccionario de nombres propios, y si bien yo sabía que eso era imposible, lo guié (es una forma de decir) hasta los diccionarios de nombres y apellidos con la esperanza de sacármelo de encima por unos instantes para poder buscar tranquilo. Desgraciadamente, le bastó ver los lomos para saber que no eran lo que buscaba. En un último intento desesperado lo llevé (esto también es una forma de decir) hasta la sección de enciclopedias y elegí una al azar. –Tome, le dije. -Aquí tiene, la “R” de Ravello. El hombre lo tomó entre sus manazas y frunció el ceño para leer. Inmediatamente se sacó los lentes y sin despegar la vista del libro me los extendió y me dijo: -Téngame los lentes. No sé cuanto tiempo me quedé parado preguntándome qué hacía ahí sosteniéndole los anteojos a semejante desquiciado. Un poderoso manotazo en la espalda me sacó de mis tristes cavilaciones. Le siguieron otros, acompañados de ruidosas manifestaciones de alegría. Increíble, el maldito loco lo había encontrado (aunque yo sabía que ciertamente no era el mismo libro de la visita anterior). No pude sobreponerme a las palmadas del gigante porque inmediatamente, en un exceso de entusiasmo inconcebible, se lanzó sobre mí y me atenazó el cuello en un verdadero abrazo de oso del que no pude zafarme de ningún modo mientras le decía con voz de biblioteca: -Cálmese, cálmese!. Finalmente me soltó y se fue hacia la sala de lectura contentísimo con su “R” de Ravello.
Yo me quedé ahí, furioso conmigo mismo por mi odiosa capacidad de mantenerme sensato, razonable y competente (1) aun en las situaciones más ridículas y desesperantes.
(1) “Un hombre competente es aquel que se equivoca según las reglas” (Paul Valéry)