Yo leí Un altro mare sin saber quién era Carlo Michelstaedter, sin saber que se había suicidado a los 23 años después de terminar su tesis el día del cumpleaños de su madre, 17, la desgracia. Nunca supe que el revólver que usó para acabarse era de su amigo Enrico -el protagonista de la magnífica novela-, que acaso se lo había dado para no tentarse y meterse un tiro. Yo no sabía nada de esto.
Hasta que un día me encontré con un poema en una antología.
Y entonces supe.
miércoles, febrero 28, 2007
jueves, febrero 22, 2007
Hexagrama 33
Hexagrama 33 at work
-Este año me gustaría que hubiese más integración, no como el año pasado. En general, el más aislado siempre sos vos, supongo que es por tu personalidad.
-En parte es por mi personalidad, en parte es por la personalidad de los demás. Yo sé que cedo, porque lo que más me horroriza es tener que luchar para defender un espacio. Y como sé que cedo por horror, y hay cosas que no quiero ceder, entonces evito el contacto y punto.
- Igual, aislado y todo, yo quiero que vos estés.
-Este año me gustaría que hubiese más integración, no como el año pasado. En general, el más aislado siempre sos vos, supongo que es por tu personalidad.
-En parte es por mi personalidad, en parte es por la personalidad de los demás. Yo sé que cedo, porque lo que más me horroriza es tener que luchar para defender un espacio. Y como sé que cedo por horror, y hay cosas que no quiero ceder, entonces evito el contacto y punto.
- Igual, aislado y todo, yo quiero que vos estés.
domingo, febrero 18, 2007
De sol a sol con mi psicóloga (o el dandy en la oficina)
Llegamos al consultorio al amanecer. Nos mojamos los pies con el rocío.
Acá estoy abrazado con ella. La transferencia funciona muy bien.
El fuego purificador (esto me lo enseñó mi abuelo pirómano).
Ojalá todo fuera tan perfecto como esto. Pero no.
La sesión termina con el día, cuando a Sísifo se le cae la roca.
Este trip no hubiera sido posible sin la inestimable colaboración de mi acompañante terapéutico. Mi gratitud es infinita.
Acá estoy abrazado con ella. La transferencia funciona muy bien.
El fuego purificador (esto me lo enseñó mi abuelo pirómano).
Ojalá todo fuera tan perfecto como esto. Pero no.
La sesión termina con el día, cuando a Sísifo se le cae la roca.
Este trip no hubiera sido posible sin la inestimable colaboración de mi acompañante terapéutico. Mi gratitud es infinita.
viernes, febrero 16, 2007
De como la mañana dispara en la frente del navarca desolado
Esa mañana, mientras se lavaba los dientes, veía formarse alternativamente en los cinco círculos oscuros del desagüe de la pileta del baño una membrana líquida que se tensaba hasta dar su gota al vacío. Eran los guiños dorados del tambor de un revólver.
viernes, febrero 09, 2007
Sí, mi coronel (o la literatura en el cuartel)
Me tocó la desgracia de ser todavía socrático cuando me llegó la hora de la milicia. Eso no evitó que día del sorteo me colgara una herradura del cuello para que me trajera suerte. Años después aprendí que la historia de la buena suerte de la herraduras provenía de la Antigüedad, cuando los caballos se herraban con oro. El que se encontraba una herradura de aquellas ya había tenido suerte. La mía era de hierro, claro, y se demostró completamente inútil. Frente a la desgracia consumada y a pesar de la tristeza y el asco, decidí cumplir con las leyes de la polis. Siempre pensé (y sigo pensando) que aquellos que repiten incesantemente sus anécdotas de la colimba en el fondo han disfrutado la experiencia o, al menos, que es lo que quieren que creamos. Puedo asegurar que no es mi caso. Habría para contar tantas cosas terribles que asombrarían a más de uno, pero esas me las callo.
Relataré, sin embargo, dos episodios que, si bien podrían llegar a ser graciosos, ilustran de una manera más indirecta la gran bola de estupidez a la que constantemente estamos sometidos.
Mi arma fue la artillería, y como yo era el único soldado que hablaba inglés (los “chicos bien” no estaban, se ve que no eran tan socráticos), con lógica implacable, mis superiores me destinaron a “Comunicaciones” y me invistieron con el dudoso honor de ser radio-operador del jefe de Grupo, lo que no implicaba ningún privilegio, pues no hubo desgracia de la que mi puesto me librara, sino más bien al contrario. Una mañana, durante una jornada de maniobras de tiro, me tocó acompañar a los más altos oficiales a través de todo el teatro de operaciones. Los militares son un poco como los chicos, les gusta estar cuando disparan los cañones y cuando estallan los proyectiles. Durante uno de esos trayectos nos detuvimos en un pueblo llamado “Agustina”. Mientras esperábamos quién sabe qué, uno de los altos oficiales preguntó: “¿Este pueblo se llamará Agustina por Agustina Storni?”. Algo dentro de mí se revolvió y, tímidamente, desde el asiento trasero del Jeep y cuidando de no ser muy asertivo para que no sonara a corrección, dije: “Creo que era Alfonsina Storni, mi coronel”. “Aaah”-dijo el coronel mientras me estudiaba detenidamente- “Alfonsina...”. Veinte minutos más tarde una nueva pausa ponía a prueba la paciencia de los oficiales, ansiosos por asistir a las explosiones. En este caso el problema era el clima. Se preparaba una tormenta que podía llegar a cambiar el curso de las maniobras. El coronel pensó unos segundos y, resignado, soltó: “...y Dios dirá”. Entonces ocurrió la fatalidad, la décima de segundo en la que nace la chispa que puede incendiar un destino. En esa décima de segundo bajó de mi cerebro a mi boca un verso, el último verso de un largo poema de aquel que fuera el poeta de mi adolescencia, Miguel Hernández. “... y Dios dirá” soltó el coronel. “Y Dios dirá, que está siempre callado” cité yo. Supe inmediatamente que acababa de cometer una estupidez del tamaño de un obús. El coronel se dio vuelta en su asiento para mirarme de frente y me gritó: “¡¿Usted cree en Dios, soldado?!!”. No me detuve ni siquiera a considerar las dificultades de explicarle a un militar el problema de la fe ¿Para qué? Yo me había metido en el brete y yo debía salir. “Sí, mi coronel”, mentí. La decisión de continuar con los apasionantes cañonazos me libró de ulteriores consecuencias.
Relataré, sin embargo, dos episodios que, si bien podrían llegar a ser graciosos, ilustran de una manera más indirecta la gran bola de estupidez a la que constantemente estamos sometidos.
Mi arma fue la artillería, y como yo era el único soldado que hablaba inglés (los “chicos bien” no estaban, se ve que no eran tan socráticos), con lógica implacable, mis superiores me destinaron a “Comunicaciones” y me invistieron con el dudoso honor de ser radio-operador del jefe de Grupo, lo que no implicaba ningún privilegio, pues no hubo desgracia de la que mi puesto me librara, sino más bien al contrario. Una mañana, durante una jornada de maniobras de tiro, me tocó acompañar a los más altos oficiales a través de todo el teatro de operaciones. Los militares son un poco como los chicos, les gusta estar cuando disparan los cañones y cuando estallan los proyectiles. Durante uno de esos trayectos nos detuvimos en un pueblo llamado “Agustina”. Mientras esperábamos quién sabe qué, uno de los altos oficiales preguntó: “¿Este pueblo se llamará Agustina por Agustina Storni?”. Algo dentro de mí se revolvió y, tímidamente, desde el asiento trasero del Jeep y cuidando de no ser muy asertivo para que no sonara a corrección, dije: “Creo que era Alfonsina Storni, mi coronel”. “Aaah”-dijo el coronel mientras me estudiaba detenidamente- “Alfonsina...”. Veinte minutos más tarde una nueva pausa ponía a prueba la paciencia de los oficiales, ansiosos por asistir a las explosiones. En este caso el problema era el clima. Se preparaba una tormenta que podía llegar a cambiar el curso de las maniobras. El coronel pensó unos segundos y, resignado, soltó: “...y Dios dirá”. Entonces ocurrió la fatalidad, la décima de segundo en la que nace la chispa que puede incendiar un destino. En esa décima de segundo bajó de mi cerebro a mi boca un verso, el último verso de un largo poema de aquel que fuera el poeta de mi adolescencia, Miguel Hernández. “... y Dios dirá” soltó el coronel. “Y Dios dirá, que está siempre callado” cité yo. Supe inmediatamente que acababa de cometer una estupidez del tamaño de un obús. El coronel se dio vuelta en su asiento para mirarme de frente y me gritó: “¡¿Usted cree en Dios, soldado?!!”. No me detuve ni siquiera a considerar las dificultades de explicarle a un militar el problema de la fe ¿Para qué? Yo me había metido en el brete y yo debía salir. “Sí, mi coronel”, mentí. La decisión de continuar con los apasionantes cañonazos me libró de ulteriores consecuencias.
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miércoles, febrero 07, 2007
De esto está hecha la felicidad
El día que saquen a la venta un perfume con notas de bosta equina, sudor de yeguarizo y césped recién cortado, seré el primero en comprarlo.
lunes, febrero 05, 2007
Ética a Nicómano, Libro II, Capítulo 7
Siempre me impresionó esto que escribió el maestro de todos los que saben: "En el dominio de los placeres y dolores -no de todos, y en menor grado por lo que respecta a los dolores-, el término medio es la moderación, y el exceso, la intemperancia. Personas deficientes respecto de los placeres difícilmente existen; por eso, tales personas ni siquiera tienen nombre, pero llamémoslas insensibles." No sin temor reverente a contradecir al más docto, afirmaré que los excesos en los placeres me salvaron de la locura y que el exceso más peligroso consiste en buscar una soledad demasiado profunda, demasiado prolongada y en abandonar a quien se ama.
jueves, febrero 01, 2007
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