Me tocó la desgracia de ser todavía socrático cuando me llegó la hora de la milicia. Eso no evitó que día del sorteo me colgara una herradura del cuello para que me trajera suerte. Años después aprendí que la historia de la buena suerte de la herraduras provenía de la Antigüedad, cuando los caballos se herraban con oro. El que se encontraba una herradura de aquellas ya había tenido suerte. La mía era de hierro, claro, y se demostró completamente inútil. Frente a la desgracia consumada y a pesar de la tristeza y el asco, decidí cumplir con las leyes de la polis. Siempre pensé (y sigo pensando) que aquellos que repiten incesantemente sus anécdotas de la colimba en el fondo han disfrutado la experiencia o, al menos, que es lo que quieren que creamos. Puedo asegurar que no es mi caso. Habría para contar tantas cosas terribles que asombrarían a más de uno, pero esas me las callo.
Relataré, sin embargo, dos episodios que, si bien podrían llegar a ser graciosos, ilustran de una manera más indirecta la gran bola de estupidez a la que constantemente estamos sometidos.
Mi arma fue la artillería, y como yo era el único soldado que hablaba inglés (los “chicos bien” no estaban, se ve que no eran tan socráticos), con lógica implacable, mis superiores me destinaron a “Comunicaciones” y me invistieron con el dudoso honor de ser radio-operador del jefe de Grupo, lo que no implicaba ningún privilegio, pues no hubo desgracia de la que mi puesto me librara, sino más bien al contrario. Una mañana, durante una jornada de maniobras de tiro, me tocó acompañar a los más altos oficiales a través de todo el teatro de operaciones. Los militares son un poco como los chicos, les gusta estar cuando disparan los cañones y cuando estallan los proyectiles. Durante uno de esos trayectos nos detuvimos en un pueblo llamado “Agustina”. Mientras esperábamos quién sabe qué, uno de los altos oficiales preguntó: “¿Este pueblo se llamará Agustina por Agustina Storni?”. Algo dentro de mí se revolvió y, tímidamente, desde el asiento trasero del Jeep y cuidando de no ser muy asertivo para que no sonara a corrección, dije: “Creo que era Alfonsina Storni, mi coronel”. “Aaah”-dijo el coronel mientras me estudiaba detenidamente- “Alfonsina...”. Veinte minutos más tarde una nueva pausa ponía a prueba la paciencia de los oficiales, ansiosos por asistir a las explosiones. En este caso el problema era el clima. Se preparaba una tormenta que podía llegar a cambiar el curso de las maniobras. El coronel pensó unos segundos y, resignado, soltó: “...y Dios dirá”. Entonces ocurrió la fatalidad, la décima de segundo en la que nace la chispa que puede incendiar un destino. En esa décima de segundo bajó de mi cerebro a mi boca un verso, el último verso de un largo poema de aquel que fuera el poeta de mi adolescencia, Miguel Hernández. “... y Dios dirá” soltó el coronel. “Y Dios dirá, que está siempre callado” cité yo. Supe inmediatamente que acababa de cometer una estupidez del tamaño de un obús. El coronel se dio vuelta en su asiento para mirarme de frente y me gritó: “¡¿Usted cree en Dios, soldado?!!”. No me detuve ni siquiera a considerar las dificultades de explicarle a un militar el problema de la fe ¿Para qué? Yo me había metido en el brete y yo debía salir. “Sí, mi coronel”, mentí. La decisión de continuar con los apasionantes cañonazos me libró de ulteriores consecuencias.
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11 comentarios:
me conmueve esa foto, y el relato, claro.
Como es con el tiempo uno aprende a callarse la boca. yo aprendì con el "a leña querras decir".
Marina: justo después de aquella experiencia me rajé a México. Y en el aeropuerto del DF... bueno, otro día le cuento...
Androcles: Jaaaaaaaaaaaaaaaa!!!! genial. ¿Te llegan mis mensajes?
cuente cuente tacts
Invíteme un mezcal y se lo cuento...
qué gesto tan adusto el de la foto, almirante.
o fastidiado.
Lo único que aprendí en el servicio militar fue (sic) "la luna es como todas las mujeres, mentirosa, cuando está creciente, se ve como una D y cuando está decreciente, se ve como una C", lo cual no era sólo muestra de lo bruto (además de machista) que era el sargento en cuestión, que nunca había oido la palabra menguante, sinó que dejó de serme útil cuando me vine acá, ya que en el hemisferio austral es al revés.
P.D. recién descubro su blog, y ya me está gustando.
Y sí, Dholo, yo no tengo palabras para expresar la rabia que yo tenía.
Fodor: sí, es una fijación que tienen, el fusil también "es como la novia". Gracias por su visita.
Extraordinario, Margaret. pero ya se lo había dicho. Ahora, en la fot cuántos tenía? Doce? No parece de 17-18...
Le hubiera dicho que no, que no creía en dios... en una de esas era marxista.
Sí, justo. Está bien que me gusta complicarme la vida, pero tampoco se me da por masticar vidrio, salvo que sea absolutamente necesario (como hizo Humprey Bogart).
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