I
-Al lado tuyo soy una carmelita descalza.
-¿Una qué?
-Una carmelita descalza.
-...
-Son monjas, es una orden monástica.
-¿De dónde son?¿De Uruguay?
-...
II
-¿Y ese vino qué es?
-Es un marsala. Es dulce, se usa para emborrachar las tortas.
-...
-Ya sé, te imaginaste un par de lesbianas alcoholizadas.
-... eh... sí...
viernes, septiembre 29, 2006
miércoles, septiembre 27, 2006
Iggy querido
***
Debí saber que Manantial me iba a dejar plantado. Pero cuando el viernes a la tarde me avisaron que me dejaban dos entradas a mi nombre para ver a Iggy fue al primero que se me ocurrió llamar. Lo esperé media hora mirando la lluvia. Mi entusiasmo se iba amargando gota a gota con la espera, que pronto empecé a sospechar inútil. Media hora y dos llamados después me tomé el subte, pasé por las entradas y corrí a casa a cambiarme. Hice el último intento con Manantial y como por tercera vez me respondió el contestador, lo llamé a T. y le rogué: ¡Salvame, Carlitos! T. justo salía de jugar al fútbol y me salvó. Nos encontramos en Campos Salles y Libertador y corrimos como dos locos hasta Muni. Llegamos con la iguana sobre el escenario cantando No fun, yo a las puteadas y pensando que si los rockers se han vuelto puntuales, entonces sí, todos los valores se han perdido sin remedio. Para colmo, ni siquiera habíamos tenido tiempo como para una verdadera entrada en calor (y no me refiero a correr más cuadras). Lo vimos de lejos, sintiendo en el cogote el viento fresco del río. Pero no siempre la geografía es la que impone las distancias más arduas. Yo pensaba con cierta nostalgia en las otras tres veces que lo vi, tan diferentes. Pero estaba feliz, porque hasta la tarde no podía creer que Iggy venía y que yo no iba a estar ahí. Las entradas cayeron de las alturas, y eso ni siquiera las había pedido, pero se ve que mis viejos amigos todavía me recuerdan (A mí y a mis modestos fanatismos). Gracias por eso.
A la salida me encontré con V. (mi ex-room-mate). Curiosamente a la mañana siguiente tenía que pasar a buscar algunas de las cosas que me habían quedado en la casa que compartíamos. Entre ellas el maldito lavarropas, que pesa una tonelada.
El lunes amanecí resfriado y me resigné a pasar el día en cama con mis 38 grados. Muy lindo todo, Iggy una fiera, como siempre, pero la próxima por favor, chicos, háganlo adentro. Gracias.
Debí saber que Manantial me iba a dejar plantado. Pero cuando el viernes a la tarde me avisaron que me dejaban dos entradas a mi nombre para ver a Iggy fue al primero que se me ocurrió llamar. Lo esperé media hora mirando la lluvia. Mi entusiasmo se iba amargando gota a gota con la espera, que pronto empecé a sospechar inútil. Media hora y dos llamados después me tomé el subte, pasé por las entradas y corrí a casa a cambiarme. Hice el último intento con Manantial y como por tercera vez me respondió el contestador, lo llamé a T. y le rogué: ¡Salvame, Carlitos! T. justo salía de jugar al fútbol y me salvó. Nos encontramos en Campos Salles y Libertador y corrimos como dos locos hasta Muni. Llegamos con la iguana sobre el escenario cantando No fun, yo a las puteadas y pensando que si los rockers se han vuelto puntuales, entonces sí, todos los valores se han perdido sin remedio. Para colmo, ni siquiera habíamos tenido tiempo como para una verdadera entrada en calor (y no me refiero a correr más cuadras). Lo vimos de lejos, sintiendo en el cogote el viento fresco del río. Pero no siempre la geografía es la que impone las distancias más arduas. Yo pensaba con cierta nostalgia en las otras tres veces que lo vi, tan diferentes. Pero estaba feliz, porque hasta la tarde no podía creer que Iggy venía y que yo no iba a estar ahí. Las entradas cayeron de las alturas, y eso ni siquiera las había pedido, pero se ve que mis viejos amigos todavía me recuerdan (A mí y a mis modestos fanatismos). Gracias por eso.
A la salida me encontré con V. (mi ex-room-mate). Curiosamente a la mañana siguiente tenía que pasar a buscar algunas de las cosas que me habían quedado en la casa que compartíamos. Entre ellas el maldito lavarropas, que pesa una tonelada.
El lunes amanecí resfriado y me resigné a pasar el día en cama con mis 38 grados. Muy lindo todo, Iggy una fiera, como siempre, pero la próxima por favor, chicos, háganlo adentro. Gracias.
viernes, septiembre 22, 2006
Tres whiskies y un tostado
Después de trabajar con Tazelaar en nuestra espléndida mesa, llegó Manantial y nos fuimos los tres a uno de esos bares imposibles que todavía hay en Buenos Aires. Pedimos tres whiskies y un tostado. A la hora de pagar, T. sacó un billete de 100$ y se excusó con el mozo...
Tazelaar: -Disculpá, es lo que hay.
Mozo: - No hay problema.
Margarito: -¿Es lo que hay? ¡Yo no veo un Roca desde el 10!
Manantial: -Yo no veo un Roca desde la campaña al desierto...
Tazelaar: -Disculpá, es lo que hay.
Mozo: - No hay problema.
Margarito: -¿Es lo que hay? ¡Yo no veo un Roca desde el 10!
Manantial: -Yo no veo un Roca desde la campaña al desierto...
jueves, septiembre 21, 2006
lunes, septiembre 18, 2006
Tíos abuelos V: Tío Marto, el suicida
(Dedicado a O., amigo y santo bebedor, que mientras escribo esto espera un trasplante de la víscera sagrada.)
Al tío Marto no lo conocí, porque en rigor el tío Marto no era tío abuelo mío, sino de mi madre (era, en todo caso, mi tío bisabuelo, si se admite esa improbable categoría). Su madre, Felipa Maya (mi tatarabuela), había venido a la Argentina solita a los 13 años desde el país vasco. Según me contaron, era una mujer bravísima. Tengo en mi escritorio una foto suya, ya anciana. Se la ve con las canas peinadas tirantes hacia atrás y unos enormes anteojos redondos. Pero nada de eso logra disolver ni disimular cierta ferocidad en su mirada.
Felipa crió con severidad a sus dos hijos: Juan (mi bisabuelo) y Marto (¿Es necesario que aclare que realmente se llamaba así y que no era un sobrenombre?). Ya desde ese espléndido nombre la historia de este tío fue siempre para mí la más atractiva de todas las historias familiares, y me atrevo a decir que a pesar de no haberlo conocido es acaso el personaje de mi familia que más me seduce. Tal vez esto es así simplemente por el hecho de que tío Marto era borracho. Como dice Cortázar a propósito de Keats, “uno tiende siempre a hablar con excesivo cariño de los miembros de su club”. Nunca sabré si tío Marto era alcohólico (como me dicen) o borracho por decisión moral (como me gustaría creer), pero en cualquier caso era un verdadero bebedor. Cuentan que cuando iba a saludar a la temible Felipa, se acercaba a besarla y se tapaba la boca con el poncho justo en el momento en que soltaba su “¿Qué dice, madre?”, para que la vieja no le sintiera el olor a alcohol. Tengo desde chico esa imagen en la cabeza como si la hubiera visto, pero no la vi, sólo escuché la historia varias veces.
Pero afirmarse en un vaso para soportar el mundo no es gratis –lo sabemos-, a cierta edad la máquina te pasa la factura y el tío Marto no fue la excepción: empezó a ver cosas moverse por las paredes de su habitación y treparle por las piernas. El diagnóstico fue inequívoco: delirium tremens. A partir de entonces el cuerpo de tío Marto ya no pudo salirse de la telaraña de la ciencia médica. Al poco tiempo le detectaron problemas cardíacos. Tenía el corazón demasiado grande y le dolía. En el tremendo delirio del mundo el corazón gigante y agitado de licores del tío Marto paría bestias horrendas que se cebaban en él. Y al tío Marto le dolía. Le dolía tanto su enorme bomba preñada de monstruos que una tarde se encañonó el pecho y se metió un balazo en pleno corazón. Lo aprendimos de chicos: el fuego es el justo destino de las cosas sagradas.
Al tío Marto no lo conocí, porque en rigor el tío Marto no era tío abuelo mío, sino de mi madre (era, en todo caso, mi tío bisabuelo, si se admite esa improbable categoría). Su madre, Felipa Maya (mi tatarabuela), había venido a la Argentina solita a los 13 años desde el país vasco. Según me contaron, era una mujer bravísima. Tengo en mi escritorio una foto suya, ya anciana. Se la ve con las canas peinadas tirantes hacia atrás y unos enormes anteojos redondos. Pero nada de eso logra disolver ni disimular cierta ferocidad en su mirada.
Felipa crió con severidad a sus dos hijos: Juan (mi bisabuelo) y Marto (¿Es necesario que aclare que realmente se llamaba así y que no era un sobrenombre?). Ya desde ese espléndido nombre la historia de este tío fue siempre para mí la más atractiva de todas las historias familiares, y me atrevo a decir que a pesar de no haberlo conocido es acaso el personaje de mi familia que más me seduce. Tal vez esto es así simplemente por el hecho de que tío Marto era borracho. Como dice Cortázar a propósito de Keats, “uno tiende siempre a hablar con excesivo cariño de los miembros de su club”. Nunca sabré si tío Marto era alcohólico (como me dicen) o borracho por decisión moral (como me gustaría creer), pero en cualquier caso era un verdadero bebedor. Cuentan que cuando iba a saludar a la temible Felipa, se acercaba a besarla y se tapaba la boca con el poncho justo en el momento en que soltaba su “¿Qué dice, madre?”, para que la vieja no le sintiera el olor a alcohol. Tengo desde chico esa imagen en la cabeza como si la hubiera visto, pero no la vi, sólo escuché la historia varias veces.
Pero afirmarse en un vaso para soportar el mundo no es gratis –lo sabemos-, a cierta edad la máquina te pasa la factura y el tío Marto no fue la excepción: empezó a ver cosas moverse por las paredes de su habitación y treparle por las piernas. El diagnóstico fue inequívoco: delirium tremens. A partir de entonces el cuerpo de tío Marto ya no pudo salirse de la telaraña de la ciencia médica. Al poco tiempo le detectaron problemas cardíacos. Tenía el corazón demasiado grande y le dolía. En el tremendo delirio del mundo el corazón gigante y agitado de licores del tío Marto paría bestias horrendas que se cebaban en él. Y al tío Marto le dolía. Le dolía tanto su enorme bomba preñada de monstruos que una tarde se encañonó el pecho y se metió un balazo en pleno corazón. Lo aprendimos de chicos: el fuego es el justo destino de las cosas sagradas.
viernes, septiembre 08, 2006
Tíos abuelos IV: Tía Lily
Tía Lily se adueñó de mí desde pequeño. Ningún pariente me dedicó jamás tantas atenciones. No se había casado y eso, en un pueblo, es una condena que, en su caso, consistió en vivir toda su vida adulta en la casa de su hermano y su cuñada (mis abuelos). Para mí eso era algo perfectamente normal. De chicos no siempre distinguimos los fragmentos de infierno que les tocan a los grandes. Algunas de las ocupaciones de Lily en aquella casa eran los dulces, la costura y el tejido. Ahora mismo, mientras escribo esto, tengo puesto un pullover azul que me tejió hace años y que del lado de adentro lleva prendida con un alfiler de gancho una medallita de la virgen. Lily era creyente y supersticiosa (si es que hay diferencia entre ambas cosas): otra de sus especialidades era curar el empacho con un cinturón de tela mientras murmuraba unas palabras que jamás pude escuchar claramente, pese a haber sido su paciente decenas de veces. Mis primos y yo adorábamos revolver los cajones de su habitación en busca de tesoros como collares de perlas y aromáticos pañuelos con los que nos disfrazábamos. El color favorito de tía Lily era el violeta, no sé porqué ese detalle siempre me resultó extraño. Pero lo que a mí más me gustaba era revolver el cajón de su mesita de luz en busca de estampitas con imágenes de santos y santas con la infaltable hagiografía en el reverso. Me divertían la relación de milagros y tormentos y las oraciones apropiadas para interpelar al santo y pedirle cosas.
Una noche, durante una reunión familiar, mis primos y yo, aburridos de la sobremesa, nos metimos en la habitación de Lily para realizar nuestra distracción favorita. Cada uno se abocó a un mueble. Yo elegí una cómoda que tenía unos cajones pesadísimos. Me tiré al suelo y empecé por el de más abajo. Lo abrí, levanté unas telas y ahí lo vi: un espléndido revólver plateado de cachas nacaradas. Excitado por mi descubrimiento llamé a todos y levanté mi juguete. Lo noté extrañamente pesado. Cuando se acercó mi primo el mayor le apunté y quise tirar del gatillo. Lo noté extrañamente duro. Mi primo dijo: “Me parece que ese es un revólver de verdad” “No, cómo va a ser de verdad” dije yo, que pensaba que las armas de verdad debían ser negras. No hubo tiempo para más: la mano de algún adulto alertado por mi prima me quitó el revólver de las manos. Supe después que era un 38 largo que mi tía había querido guardar cuando mi abuelo había enterrado las armas en el patio en los comienzos del 76.
Tía Lily sobrevivió a todos los mayores de la casa. Con ella aprendí el género de la hagiografía. Esta es la suya.
Una noche, durante una reunión familiar, mis primos y yo, aburridos de la sobremesa, nos metimos en la habitación de Lily para realizar nuestra distracción favorita. Cada uno se abocó a un mueble. Yo elegí una cómoda que tenía unos cajones pesadísimos. Me tiré al suelo y empecé por el de más abajo. Lo abrí, levanté unas telas y ahí lo vi: un espléndido revólver plateado de cachas nacaradas. Excitado por mi descubrimiento llamé a todos y levanté mi juguete. Lo noté extrañamente pesado. Cuando se acercó mi primo el mayor le apunté y quise tirar del gatillo. Lo noté extrañamente duro. Mi primo dijo: “Me parece que ese es un revólver de verdad” “No, cómo va a ser de verdad” dije yo, que pensaba que las armas de verdad debían ser negras. No hubo tiempo para más: la mano de algún adulto alertado por mi prima me quitó el revólver de las manos. Supe después que era un 38 largo que mi tía había querido guardar cuando mi abuelo había enterrado las armas en el patio en los comienzos del 76.
Tía Lily sobrevivió a todos los mayores de la casa. Con ella aprendí el género de la hagiografía. Esta es la suya.
martes, septiembre 05, 2006
Tíos abuelos III: Mi tío el Negro y su perro Sócrates
Mi tío el Negro era bioquímico y eso era suficiente para convertirlo en el intelectual de la familia. Mientras su hermano (mi abuelo) andaba a los tiros con los conservadores él se dedicaba a estudiar la sangre desde un punto de vista más teórico y menos peligroso. Una vez hasta lo escuché hablar sobre Renan, el biógrafo de Jesús, pero como yo era muy chico, nunca llegué a saber qué tan profundos o vastos eran sus conocimientos. Mi tío abuelo era uno de esos venerables profesionales de pueblo, un doctor de poncho, if you know what I mean. De joven había pagado el aborto de una noviecita para descubrir años después, ya casado, que era completamente estéril. La paternidad es una cuestión de fe, dicen. Era un hombre agradable, pese a que una vez me extrajo una muestra de sangre cortándome la yema del pulgar con el golpe seco de una hoja de afeitar y eso, claro, no fue nada agradable. De grande se enfermó de depresión. Cuando mi padre lo llevó a Buenos Aires para ver a un psiquiatra, abrió la puerta del coche en plena ruta y se hubiera arrojado al asfalto si no lo hubieran sujetado a tiempo. En los comienzos de la enfermedad se había comprado un hermosísimo setter irlandés al que llamó Sócrates. El Negro no dejaba de hablar de lo listo que era su perro. Los fines de semana mi tío y su mujer se iban al campo con el animal. Una forma de vida envidiable, sin dudas. Pero la tristeza pudo más (parece que siempre puede) y mi tío abuelo el Negro murió.
Unos días después del entierro, la viuda estaba sentada en el sillón grande del living mirando el noticiero de la tarde y el setter estaba ovillado a su lado. De pronto el perro hizo un gemido. La mujer lo miró y le preguntó: “¿Lo extrañás al Negro, Sócrates?”. Al escuchar el nombre se su amo el perro alzó la vista y comenzó a llorar. Lloró y lloró hasta ahogarse. Cuando llegó el veterinario ya no había nada que hacer. Sócrates murió de pena esa misma noche.
Unos días después del entierro, la viuda estaba sentada en el sillón grande del living mirando el noticiero de la tarde y el setter estaba ovillado a su lado. De pronto el perro hizo un gemido. La mujer lo miró y le preguntó: “¿Lo extrañás al Negro, Sócrates?”. Al escuchar el nombre se su amo el perro alzó la vista y comenzó a llorar. Lloró y lloró hasta ahogarse. Cuando llegó el veterinario ya no había nada que hacer. Sócrates murió de pena esa misma noche.
viernes, septiembre 01, 2006
Tíos abuelos II: Tía Rosa, la espiritista.
Tía Rosa era espiritista. Sin embargo, yo no me la imagino guiando una sesión como la que cuenta Pirandello en Il fu Mattia Pascal, porque me resisto siquiera a considerar que la tía empleara alguna clase de truco. Tía Rosa creía con una fe abigarrada.
Su vida fue larga, y contrariamente a lo que se podría esperar, el prolongado comercio con los espíritus no le dio serenidad frente a la muerte, sino un temor casi morboso. Prolongado fue también su final, asistida en su enfermedad por su hija M. a la que tiranizaba como sólo pueden hacerlo los enfermos. Postrada, no le faltaba voz para gritar sus órdenes y se enfurecía si no se cumplían al instante y al detalle. En rigor, la amorosa diligencia de M. parecía irritar más a tía Rosa, que se afanaba en traducir los tormentos de la enfermedad y la vejez para que la hija sana y joven los sufriera a su vez.
Esta curiosa forma de la com-pasión no cedió ni en los instantes finales: tía Rosa le gritó a M. que se acercara a la cama y, cuando esta estuvo cerca de la moribunda, una garra le aferró el antebrazo y la voz rabiosa de Tía Rosa gritó su última orden : “¡Vos tenés que venir conmigo!¡Vos tenés que venir conmigo!”.
Horas después, cuando el velatorio estaba terminando y sólo quedaban los parientes más cercanos, M. todavía temblaba.
Su vida fue larga, y contrariamente a lo que se podría esperar, el prolongado comercio con los espíritus no le dio serenidad frente a la muerte, sino un temor casi morboso. Prolongado fue también su final, asistida en su enfermedad por su hija M. a la que tiranizaba como sólo pueden hacerlo los enfermos. Postrada, no le faltaba voz para gritar sus órdenes y se enfurecía si no se cumplían al instante y al detalle. En rigor, la amorosa diligencia de M. parecía irritar más a tía Rosa, que se afanaba en traducir los tormentos de la enfermedad y la vejez para que la hija sana y joven los sufriera a su vez.
Esta curiosa forma de la com-pasión no cedió ni en los instantes finales: tía Rosa le gritó a M. que se acercara a la cama y, cuando esta estuvo cerca de la moribunda, una garra le aferró el antebrazo y la voz rabiosa de Tía Rosa gritó su última orden : “¡Vos tenés que venir conmigo!¡Vos tenés que venir conmigo!”.
Horas después, cuando el velatorio estaba terminando y sólo quedaban los parientes más cercanos, M. todavía temblaba.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)