El martes es el día más complicado de mi semana. De la mañana a la tarde atravieso la ciudad para ir de una actividad a otra. La estadística subjetiva que voy redondeando a esta altura del año indica que los martes han sido el día que más ha llovido. Como hoy, que para colmo es martes 13. Y esta mañana las cosas empezaron de un modo que invita a darle crédito a la superstición. Me quedé dormido porque la gata, en algún momento de sus aventuras nocturnas, apagó el despertador del equipo de música. El que diseñó ese equipo con los comandos arriba no tiene gatos, evidentemente. Y si los tiene, no usan el equipo como trampolín para subirse a otros muebles...
El resultado fue que llegué treinta minutos tarde a una clase. No sé si mis pocos estudiantes habrán lamentado o no esa media hora menos de "La caída de la casa de Usher".
Cuando salí todavía llovía. Me agaché a atarme un cordón y se me escapó un colectivo vacío. Dejé pasar otro que venía lleno y finalmente me subí al tercero y me puse a repasar un poco de alemán. Cuando levanté la vista del
Lehrbuch vi una magnolia en flor bajo la lluvia que me iluminó para el resto del día.
Más tarde, en un vagón del subte B, descubrí una abeja que caminaba por el piso. No podía levantar vuelo pero de a ratos se impulsaba velozmente a ras del suelo. Su itinerario era caótico. En un momento se acercó a mi pie y consideré cuál era la acción más piadosa, si pisarla o dejarla vivir. Opté por lo segundo. La abeja trazó una furiosa diagonal y fue a parar en el medio de dos señoras que conversaban animadamente en el asiento de enfrente. "Mirá" dijo la de la izquierda "una abeja". "Sí" respondió la segunda, y a continuación la aplastó con su zapato y siguió conversando.
Update: Hoy, después de años, me hirvió la sangre. Y todo por una mínima injusticia, pero injusticia al fin, y yo tan de Virgo -aunque no ejerza- que no puedo con mi genio. Pero qué humillante es tener que contenerse sólo para conservar un estúpido trabajo.